7.- Viaje al nuevo imperio ranquel


En los dominios de los Rodríguez Saa, el asfalto es una exageración. Llega a los lugares más insospechados. Incluso hasta estas dunas tapizadas de arena, al sur de Villa Mercedes.
La cinta azulada se pierde y reaparece entre las lomas por la ruta 27, un camino alternativo donde los coches son una rareza.
En ese desierto, dice Luis Garro, había un bosque de caldenes que, con los años, se hicieron humo, para alimentar a la locomotora y sus ínfulas de progreso. Hoy, estas tierras ariscas cambian de forma al antojo del viento y sólo son aptas para la ganadería, salvo que alguien esté interesado en sembrar para que a la mañana siguiente el cultivo aparezca en el lote del vecino.
Garro, del Centro de Estudios Ranquelinos, nos da la lata para hacer más llevadera la ruta monótona que parece llevar a ninguna parte. Jura que vamos bien y que en unas cuántos kilómetros toparemos con tierra ranquel.
Son 140 kilómetros desde Mercedes, osea, 260 desde Río Cuarto.
“A 260 kilómetros de Río Cuarto, por primera vez restituyen tierras a los indios ranqueles”, probamos en la libreta de apuntes, para matar el tiempo. Título largo que, rápidamente, es borroneado.

Viento de cambio

La mayoría de estos campos desérticos son tierra fiscal y despoblada. Un cartel, al borde de la ruta, anuncia el Programa Pioneros del Siglo XXI, un intento del gobierno puntano por traer colonos que lleva ya algunos años sin resultados a la vista.
Los primeros en venir, parece, serán las familias de Villa Mercedes y de Justo Daract que descienden de los ranqueles. Son 22 en total y fueron censadas por el lonco o cacique, Walter Moyetta, cuando el mayor de los Rodríguez Saá, el gobernador Alberto, decretó que 2.500 hectáreas de tierra serían devueltas a su auténtico dueño: el pueblo ranquel.
El histórico acto se cumplió el ventoso 14 de agosto de 2007, al borde de una de las dos impactantes lagunas pobladas por flamencos que están dentro del predio restituido. Hasta ahí llegó el gobernador y un colectivo con un puñado de hombres, mujeres y niños con sangre aborigen en sus ADN. “Cuando fletaron el colectivo de Villa Mercedes, el día era calmo y soleado, igualito que hoy. Pero cuando estábamos en la ruta, se levantó un viento fuerte que no aflojaba. A nosotros no nos importó, vimos en esas ráfagas un guiño de la naturaleza que nos avisaba que estábamos haciendo lo correcto, ¡pero las autoridades terminaron blancas de tierra!”, se ríe Garro.
¿Una acción de gobierno marketinera?, ¿una merecida reparación que llega demasiado tarde? Algo de marketing hay, admite Garro. El acepta a regañadientes que las autoridades se ufanen en el Festival de Cosquín o en la última Feria del Libro de Buenos Aires de una acción de gobierno que, hay que aceptarlo, no tiene precedentes en el país.
Tardanza, también hubo: unos 150 años.
Para esa época, el despojo y el exterminio estaban casi concluidos. “La comunidad ranquel fue una de las más diezmadas. A los últimos que quedaban se los dispersó en las ciudades, los tenían encerrados en conventos donde las familias adineradas iban y se servían de ellos de la peor manera: los muchachos más fuertes eran destinados a las minas o a los ingenios azucareros, las mujeres terminaban en un prostíbulo o de sirvienta…”, dicen en el Centro Ranquelino.
Tan eficaz la tarea del “conquistador” que hoy hay habitantes mercedinos convencidos de que por allí nunca vivió un indio ranquel y que, por lógica, es tarea vana buscar descendientes. Algunos de ellos, incluso, viven en “La Campaña del Desierto”, uno de los barrios más importantes de la ciudad puntana. “Es como si un barrio se llamara dictadura militar, eso implica que para algunos el descendiente de ranqueles es poco menos que un delincuente”, se enoja Garro.
La negación de los propios aborígenes que prefieren mantener oculto su linaje para evitarse burlas y maltratos, tampoco ayuda a descorrer el vergonzoso velo de olvido que se tendió en el país sobre la cuestión indígena. Cuando se confirmó la decisión de restituir tierras a los ranqueles, una de las mujeres con antepasados indios fue entrevistada por un periodista de El Diario de La República. En medio de la nota, la mujer se arrepintió. Se tomó la cabeza con las manos y soltó el lamento “¡Uyyy, mis hermanos me van a matar, no quieren que por nada del mundo digamos que somos indios!”.

Cacique, se busca

A diferencia de lo que pasa en la provincia de La Pampa, donde subsisten comunidades de origen ranquel, en San Luis los descendientes no estrecharon vínculos. Ni siquiera tenían un jefe y tuvieron que designar uno de apuro para negociar con el gobierno cómo iba a ser el traspaso de tierras.
El más inquieto, el que más conocimientos tenía sobre su árbol genealógico, él único que manejaba un puñado de términos del idioma ranquelino (una variedad del mapuche) y -no fue detalle menor- uno de los pocos que tenía vehículo para viajar a San Luis a entrevistarse con las autoridades, era Walter Ernesto Moyetta.
Así fue como, urgidos por la necesidad, los descendientes ranqueles de esta parte del mapa inauguraron la modalidad de “cacique con apellido gringo”.
Moyetta fue el primero en mudarse al campo comunitario. No esperó que estuviesen listas las 24 casas que les están construyendo, ni el hospital ni el salón vecinal. Se mudó en noviembre con sus ovejas y unas pocas vacas desde un pequeño lote que tiene en la localidad de Jorba. Lo acompañaron tres peones que, ahora, son tan propietarios del lugar como él.
El amarillo del paisaje no cambia cuando Garro abre la tranquera o la puerta de entrada del nuevo territorio indígena.
Primero nos topamos con una cuadrilla que intenta darles forma a los edificios prometidos por el gobierno. A buena distancia de allí se alcanzan a ver las plataformas de las casas que guardan suficiente distancia entre ellas, “como ocurría con las tolderías”, apunta Garro.
El objetivo del gobierno era inaugurar la nueva comunidad el 23 de junio próximo, es decir, en el Año Nuevo Ranquel, pero no hay muchas chances de que todo esté listo para esa fecha. Nadie se lo reprochará, qué más da esperar un puñado de meses más a un pueblo entrenado en el arte de la espera, casi siempre infructuosa.
Con el fotógrafo de PUNTAL, barremos el terreno con la mirada en busca del lonco. Frente nuestro hay un molino que aletea desganado, un galpón de chapas rodeado de perros desmayados por la abulia y, sentado entre los animales, un gaucho de rostro apergaminado rasquetea un bozal con un facón que mete miedo. “Muchachos, les presentó al lonco”, anuncia Garro.

Moyetta, el adelantado

Lo primero que impacta de este cacique moderno es el tono potente y cantarín con que suelta las frases. Rápido de sesera, el hombre que bordea los 70 tiene el don del habla: “Ya tenía pensado venir desde antes de que hicieran el acto en la laguna, pero otro mozo, desconfiado como todo ranquel, no quería venir porque tenía miedo de echar la mala. Me decía, si vos echás la mala tenés un campito para volver -chiquito como regalo de gringo, aclara-, en cambio yo no tengo dónde ir. Vamos, si tan mal no nos va ir, hombre, le dije. Y acá estamos”.
No se arrepiente. El campo que les tocó en suerte no podrá cultivarse, pero sus pastos son excelentes. El lo cuenta de una manera inmejorable: “Usted sabe que acá he hecho un descubrimiento grandísimo. Me vine con unas poquitas vacas que tenía a las que les conocía todos los huesos. ¡Estudiaba anatomía bovina en ellas!, venas, arterias, todo les conocía. Pero resulta que en tres o cuatro meses, todo eso se borró. Se cubrieron de grasa bajo el cuero. ¡No puedo estudiar más anatomía!”.
De chico fue consciente de su origen. “Lo supe toda la vida porque mi abuela me lo contaba. A su abuela la robó un indio en uno de esos malones que hubo allá por 1820. Se la llevaron de la estancia Yácoro que todavía se llama así, pero no es más de los Quiñónez. Era la hija del patrón y se la llevaron. Con la familia de la que tengo genes dominantes calculamos que a mi bisabuela la engendraron en El Bagual porque ahí el malón ya se sentía más tranquilo. Como el padre de mi tatarabuela era hombre rico, la rescató con unos pocos caballos y, cuando se venía de vuelta, ella ya traía en su recado a una niñita: ¡era mi bisabuela, Nicanora Quiñónez!”.
-En eso, usted se diferenció de otros que mantenían tapada su historia familiar.
-Algunos lo taparon por vergüenza y otros porque no saben nada. Pa´ colmo son medio borrados de mente, no saben nada pero usted los ve y son ranqueles puros. Cómo se llama tu abuelo -pregunta a los gritos a un aborigen imaginario-. No, no sé, yo nunca los conocí -se responde, bajando el tono-. ¡Pero podrías haberles preguntado a tus padres! No… la verdad que hay poco interés, se lamenta.
-¿Y cree que esta idea del gobierno de reunirlos en estas tierras puede cambiar eso?
Moyetta niega con la cabeza y un chistido.
-No, no creo que vaya a cambiar nada. Lo que sí puede pasar es que alguna gente muy pobre se beneficie porque ahora por lo menos vamos a tener un lugar para caernos muertos, porque ahí vamos a hacer el enterratorio -señala cerca de una de las lagunas-, y yo voy a ser el que va a estrenar porque soy el más viejo. Se ríe con ganas.
Cuando se le pregunta por esposa o hijos, se ataja: “¡No me entre a raspar tanto la marca, amigo!”.
Alguien dirá que va por la tercera o cuarta esposa. Y de sus hijos dice: “Igual que Eleuterio Galván, tengo dos hijos en las casas y otros perdidos por ahí. No he servido pa´ reproductor, no he dado nada. Si hubiera sido reproductor hace rato que hubiera pasado para el frigorífico”.
En el campo pasa de lunes a sábados y el domingo se ve con su mujer. “Ella me ayuda a organizar las cosas, y se irá a venir una vez que tengamos la casa… y se irá a ir también. No creo que se quede como yo, lo que yo siento ahora es que estoy haciendo la vida que siempre me gustó vivir, tengo la mula gorda pa´ atropellar los caminos”.
-¿Cómo van a hacer para organizarse con las otras familias que vengan?
-¡Eso quisiera saber! Hay que adaptarse, amigo. Lo que está en comunidad es el campo. El que tenga animales irá a vivir porque acá no se puede sembrar. Es todo medano… guadal y guadal.
-Ahí va a estar la habilidad suya para conciliar los intereses de todos…
-¡Es que somos libres para hacer lo que queramos! Como le dije los otros días al gobernador. Nosotros tenemos la ley natural del respeto mutuo. Pero no es tan fácil la vida del campo. ¡Hay que ser camperito para estar acá! Cómo dijo Di Fulvio en una milonga: para meterse en estos campos, hay que ser ranquel, por lo menos”.

Publicado en Puntal el 18 de mayo de 2008

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