9.- Los Cisnes les cerrará las puertas del pueblo a dos abusadores


En Los Cisnes, un cronista de casos policiales se moriría de hambre. El jefe de la comisaría, el sargento primero Miguel Antonio Lucero, en realidad, no es jefe de nadie: su dotación está integrada por él mismo. Tal es la inacción de los delincuentes por aquí que la comisaría es para Lucero su lugar de trabajo y también su hogar. En la parte de atrás de ese edificio vive con su esposa, su hija y sus dos ayudantes Tyson y Layca, el boxer y la manto negro que no se despegan de él ni cuando sale a patrullar. En lugar de ladrar a los extraños o ponerse a la defensiva, los perros se arriman con sus hocicos amistosos, acaso contagiados por tanta serenidad.
En los cinco años que lleva a cargo del orden en el pueblo sólo dos episodios interrumpieron la calma de este caserío asentado entre dos bulevares, a 85 kilómetros de Río Cuarto y 25 de La Carlota. En 2003, un concubino atacó a su esposa con trece puñaladas en un ataque de celos. “No la mató… en realidad le dio unos puntazos”, suaviza el policía. Pero la segunda intervención de Lucero dejó huellas en él y en las 800 personas que habitan estas calles anchas y polvorientas. Ocurrió en Agosto del año pasado cuando, un niño de apenas 9 años se animó a contar que el dueño del bar del pueblo, Jorge Héctor Cremonezzi, y Benito Manuel Plaza, un peón que en los últimos años vivía en condiciones miserables, lo violaban desde hacía tiempo.
Lo que pudo quedar como un rumor más de los tantos que por años involucraron al comerciante -un abuelo de 68 años-, tomó forma de denuncia cuando los médicos que atendieron al pequeño redactaron el diagnóstico desolador que informaba: “orificio anal dilatable, pliegues radiados y tono esfinteriano disminuido, las lesiones y síntomas descriptos son altamente indicativos de abuso sexual crónico”.
La primera reacción de Cremonezzi cuando tantos años de sospecha finalmente se transformaron en evidencia fue huir desesperadamente, pero no tardaron en localizarlo y ponerlo tras las rejas, junto a su amigo, Plaza, apenas un año menor que él.
La conmoción fue inmediata. De Plaza, el peón linyera, nadie esperaba semejante acto de crueldad. El hombre llegó de grande desde Huanchilla, tenía fama de trabajador y no se metía con nadie. De Cremonezzi, en cambio, se decía que tenía el hábito de ganarse la confianza de los chicos para luego manosearlos en los fondos de su bar.
Pero a esta altura, y luego de que ambos reconocieran ante una jueza que sometieron al niño a penetración anal y sexo oral, ya no hay distingos. La furia de toda la población los alcanza por igual y, cuando son interrogados, los vecinos no dudan en advertir que de ninguna manera van a permitir que vuelvan a poner un pie en Los Cisnes.
La reciente noticia de que ambos sólo recibieron 7 años de prisión por sus aberrantes actos, dejó al pueblo mascullando una rabia que no se expresa en manifestaciones callejeras ni en pancartas, pero que es palpable, al menos para quien conoce el paño: “Acá la gente es pacífica, no es de andar opinando, pero vos los mirás y te das cuenta en el acto de que los vecinos no están bien, a causa de todo esto”, dice el sargento Lucero.
El dueño del comedor Don Antonio, un hombre de brazos gruesos y pocas pulgas, coincide con el policía: “Este era un pueblo lindo, tranquilo, pero esto lo destruyó”.
Se llama Horacio Tomi, y no es un actor secundario en esta historia. Empezó a seguir de cerca la conducta de Cremonezzi hace 8 años cuando descubrió que había abusado de una niña del pueblo. Su primer impulso fue moler a golpes al pervertido, cosa que hizo, pero no se conformó con eso y lo denunció en la policía de La Carlota. Como la niña había quedado demasiado afectada como para inculpar a su atacante, la causa no prosperó y el dueño de el bar “El Talla” siguió al acecho.
Horacio recuerda que el psicólogo de los Tribunales de Río Cuarto que entonces participó del caso le advirtió que pusiera sobreaviso a todos en el pueblo del peligro que corrían. “Yo lo hice, empecé a hablar con todos los que podía; mis amigos me creyeron, otros no me dieron importancia. Siento que si entonces me hubieran apoyado, todo esto se podría haber evitado”.
El policía Lucero cree que todos, incluso él, pudieron hacer algo más para torcer tanto dolor. “Yo siempre lo seguí de cerca, pero esto fue algo que se nos escapó a todos”.
La situación de desamparo de la víctima permitió que los sexagenarios actuaran con toda impunidad. El niño, es el mayor de cinco hermanos que habitaban un hogar atravesado por las necesidades y algunos rasgos de abandono. “Cuando yo iba a verlos, -confía el agente- la madre tenía como viente pañales usados debajo de la mesa donde comían todos”.
El ataque sexual terminó por destruir a esa familia. A los pocos meses, la Justicia le retiró a la pareja los cinco hijos: los tres varones -incluída la víctima del abuso- fueron alojados juntos en un hogar de menores, y las dos nenas fueron a parar a otro hogar, en pueblos diferentes.
Nadie sabe definir bien qué es lo que cambió aquí, después de que tanta saña salió a la luz. Pero detrás de la aparente abulia pueblerina, se oculta una chispa de desconfianza, una inquietud que nunca antes habían experimentado: “Acá todos los chicos andan en la calle, y entre todos nos cuidamos los hijos, yo le digo al vecino, “che lo vi al tuyo en la otra punta del pueblo”, y así...pero todos en el fondo nos hemos puesto más desconfiados”, dice Horacio Tomi.
El, como muchos otros, se quedó perplejo cuando se enteró de que la Justicia les aplicó a los dos violadores una condena de 7 años. “Habíamos escuchado que iban a darles 18, pero cuando oímos la pena, fue como un balde de agua fría”.
En el taller de costureras que pronto espera tomar la forma de una cooperadora, un racimo de madres no oculta su indignación: “Si vuelven yo los mato, porque por más años que pasen en la cárcel, eso no se les va”, dice una de ellas, sin necesidad de aclarar que quiere decir con “eso”.
Detrás de las máquinas que dan forma a una pila de bombachas camperas, ellas se juramentan que harán lo imposible por franquearles las puertas del pueblo, a los dos abusadores que se robaron parte de la alegría del lugar.
La siesta impone una tregua al dolor. Ni un alma se ve en Los Cisnes. Sobre el bar El Talla -el sitio donde el niño era sometido a los peores tormentos- cayeron hace tiempo unas pesadas persianas de metal que nunca más se volvieron a levantar desde aquel triste día de agosto en que un pequeño de 9 años decidió que era hora de gritar en la cara de todos tanta impotencia contenida.
Después de la confesión, otros niños y niñas del pueblo se animaron a contar que alguna vez habían sido molestados por el dueño del bar.

Publicado en Puntal, el 21 de marzo de 2008

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